En Occidente siempre se ha dado culto a la muerte desde la tristeza y la sobriedad. Fuera de nuestra cultura, la muerte se ve como un tránsito alejado de connotaciones dramáticas como el cielo y el infierno, el bien y el mal o la alegría y la pena. Por eso los rituales y los cementerios pueden llegar a ser de lo más coloristas y variopintos. El de Chichicastenango, en Guatemala, es un buen ejemplo. Cada color representa una pérdida irreparable: el turquesa, la de una madre, el celeste, la de un niño, el amarillo, la de la gente mayor y el blanco, la de un padre. El resultado es un espacio que, para los occidentales, no puede ser más atractivo.
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